“¿Quién eres?” le preguntaron. “Una literatura”, respondió sin vacilar. Un hombre que tocó el cielo y cayó a la tierra. Uno de los fundadores del movimiento Hora Zero. Un padre de familia contestatario que quiso poner a Lima y París de cabeza. Un revolucionario de café, según el expresidente francés Jacques Chirac. Un poeta que ha dejado el alcohol y el tabaco. Un hombre de 61 años que sufre por culpa de un dolor de muelas.
Por Renato Espinoza Subiria
Duele. No el alma, sino los dientes. Son dos, molares e inferiores. De corona fracturada y oscura y con la raíz sobresaliente. Dos dientes que se mueven y que obligan al doliente a repasar constantemente la lengua por las encías. Y que cada vez que el músculo orbicular bucal se abulta, él tose. Luego resopla, y otra vez tose. Contracciones que se repiten una, dos, cien veces. Que hacen pensar en algún mal como el de Tourette, en sus tics y en lo endeble que es nuestra mente. Pero no, ahí está de nuevo el diente, renegrido. Explicándole al mundo su importancia con dos caries desarrolladas. Exponiendo sus razones, opacas, cada vez que el poeta habla.
—El mundo es todo lo que acaece—, masculla y a duras penas se le entiende. Sin embargo, el mundo, afuera, es estridente. Hace más de 40 años que leyó por primera vez esas palabras, en Cañete, y todavía ejercen sobre él una fuerza potente. Pero, ahora, no puede concentrarse en ello y se queja —otra vez— del diente. Por ello pide agua con gas, para tragar la pastilla. Una tableta recubierta con Gastrofilm, analgésica, antiinflamatoria y antipirética. Cincuenta miligramos de diclofenaco sódico y quinientos de paracetamol: el tercer medicamento del día, y aún restan otros dos por tomar. Pide agua con gas, porque nadie ha hervido agua en casa. Hay que comprarla y se dirige hacia una de las dos tiendas que flanquean la casa.
Hace entrechocar los soles que lleva en el bolsillo. No le alcanza y pide prestado.
* * *
Recuerda.
Un joven, algo chino y algo zambo, de unos 19 años, ojea, entre bocados, el Aullido, del poeta Allen Ginsbergt.
Recuerda que así empieza:
“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”.
Recuerda que los arroces se le quedaron impregnados en la solapa del saco. Y que tal vez él
Aún no pensaba lo que escribió años después:
“Yo vi caminar por calles de Lima a hombres y mujeres carcomidos por la neurosis”.
Recuerda la sazón cumplidora del comedor de Cangallo de la Universidad San Marcos, el azafate de metal sobre el azul de la mesa, el olor a estofado rancio y los fríos que entraban en la morgue de al lado.
Recuerda el cuarto lleno de periódicos que le regaló su abuela al ingresar a la universidad. “Ahora ponte al día y entérate de todo lo que ha pasado antes de que entres en la universidad, mocoso”, le espetó doña María Rojas de Peláez. Dieciocho años de noticias recopiladas en torres hechas a base de diarios.
Recuerda que él había llegado a Lima para ser economista. Y que lo hacía solo por cumplir con su padre. Y que nadie sabía que escribía. Y que quería ser poeta.
Recuerda aquel año, el segundo de la década de 1970. No tenía amigos y vivía en las oscuras pensiones para inmigrantes del Cercado de Lima. Tenía a Heidegger y un boscoso afro en la cabeza. Quería ser polémico. Y había declarado sin enfado que Vallejo era tan solo mito, una falsa vigencia. Que no lo había leído. Y que acababa de publicar un libro editado por Milla Batres, sin intermediaros ni padrinos. Que tenía 22 años. Y que cuatro años después, en 1975, era el latinoamericano más joven en ganar la beca Guggenheim, gracias a ese libro: “En los extramuros del mundo”.
Recuerda que lo llamaron prodigio.
* * *
—Soy un profeta que ha escrito un libro sagrado. Un honor para Occidente y Oriente. Este libro se llama Ética y está conformado por cinco poemarios: Monte de goce o Libro del pecado; Taki Onkoy o Libro de la redención; Angelus Novus I y II o Libro de la virtud y Albus o Libro de la gnosis. He empleado toda mi vida en hacerlo. Y la lucha en la vida es por un libro: Ética, del ángel Enrique.
No digo que sea portador de Dios, sino que Dios se transustancia en mí.
— ¿Qué es el alma?—, preguntó.
—Eso está en el libro.
—¿Quién es Enrique Verástegui?
—El Antiguo Testamento es Vallejo. El Nuevo Testamento, Verástegui.
* * *
Estamos en la sala y su madre, Romelia Peláez, me alcanza un maletín azul repleto de medicinas. Ella le agradece a la ciencia por su lozanía, y a los españoles, por su educación. Tiene 96 años y habla de Leguía, de su casa destruida en el terremoto del año 2007 —el 336 de la Calle O’Higgins— y de sus clases de Taquigrafía.
Verástegui, ahora acurrucado entre los cojines de un sofá florido, aparenta escucharlo todo a ojos cerrados.
—Yo lo obligaba a estudiar —declara doña Romelia—. También lo llevaba a misa, porque él quería ser sacerdote.
Ella, arropada con una bata de color rosa y con el pelo recogido, confiesa que lo atiborraba de revistas católicas. Evoca las veces que lo llevaba de la mano a la catedral de Cañete. Él terminó haciéndose monaguillo, se ponía una casulla blanca y asistía a los curas durante la misa. Ellos hablaban en arameo y a él le fascinaba. Era la lengua de Cristo, la cual nunca pudo aprender.
De pronto, el teléfono. Reclama el nombre de Romelia.
El poeta sale de su letargo. Un resorte imaginario lo expulsa de su asiento y Verástegui con sus grumos grises en la cabeza y sus lentes gruesos de carey se cuadra frente a la puerta. Se acomoda la casaca con firmeza y esconde sus pasadores, todos alborotados, dentro del zapato.
—Ya vengo, mamá—, alcanza a decir. Luego retumban las rejas.
* * *
—Pienso que voy a terminar loco, como Nietzsche—, me dice mientras espera que el guardia de Emergencias cante el ‘41’.
Tiene el cartón en la mano, está arrugado y pintando con plumón. Se bambolea sobre el asiento de plástico. Una butaca azul, dura como el concreto, que solo sirve para apoyar la mitad inferior del espinazo. Recruza las piernas e inclina su peso hacia la izquierda, después a la derecha. Se incorpora de nuevo.
La sala está llena: padres, nietos, hijos e hijas. Todos esperan que el guardia abra la boca y que el módulo de Admisión Médica abra sus puertas. Letreros del Estado en todas las paredes resaltan la filosofía de servicio de Essalud: “Disposición para ayudar, profesionalismo, calidez”.
Hace frío y no hay forma de acurrucarse en esta silleta. Enrique Fidel se incomoda: es el diente. Vuelve a la izquierda, alarga la mano hacia el hombro de una señora en la fila delantera.
—Señora, ¿qué número tiene?—, le pregunta.
—36—, responde.
Resta con los dedos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Y sus pies evidencian su impaciencia. Sujetos van y vuelven por la puerta de Emergencia, hablan con el guardia, entran. La señora a nuestro lado se cambia de asiento. Un bebé llora, su padre presiona los botones de un disco amarillo. Se prende una luz roja: muge la vaca, canta el gallo, relincha el caballo, Barney ríe. El bebé llora. Y los pies del poeta bailan sobre el sitio.
—La muela, flaco, la muela.
* * *
* * *
Emergencias nos deriva hacia los consultorios, hacia el módulo 5. Subimos las escaleras. Hay una fila esperando frente al mostrador y un LCD resalta las bondades del nuevo sistema de servicio, entre ellos, la celeridad. Una señorita, de conjunto azul y lentes rojos, teclea en la pantalla los datos que el paciente de turno le da.
—¿Qué reconocimiento espera?—, le pregunto a Verástegui.
Detiene la respiración un momento, piensa.
—A mí me debieron haber dado el Nobel y no a Vargas Llosa—, comenta. Y los carrillos de su cara se abultan evidenciando una sonrisa.
—Es una cuestión de edad —replico—. De repente en 15 años más le liga.
—Sí —dice—, por eso hago dieta. Ya no como arroz, con eso espero llegar a los ochenta.
La cola avanza, ya solo quedan dos personas. Estos están al pie del mostrador y le recriminan a la mujer algo referente a sus citas.
—Sabes una cosa —apunta una vez más—, ser poeta en el Perú es tratar de ser incomprendido por tratar de ser comprendido. Nadie le encuentra un sentido monetario al oficio de poeta.
Después calla, es su turno.
—¿En qué lo puedo atender?—, dice la recepcionista.
Y Verástegui apunta con el índice hacia la muela y explica que no puede aguantar más el dolor y que necesita que un doctor lo vea. Abre los brazos.
—Complicado —responde ella—, los doctores tienen todo copado hasta las cuatro. Aunque puede ser que acepten un extra; toque la primera puerta de la derecha y pregunte si pueden atender un extra.
Vamos hacia ella. Golpeamos con mesura, nadie se acerca. Golpeamos más fuerte. Ahora se oyen pasos. Entreabren la puerta. Qué quieren, pregunta una enfermera. Estamos todos ocupados y no hay tiempo para extras. Cierra. Tocamos nuevamente con fuerza. Esta vez la abren de par en par. Es otra enfermera. Nos dice que regresemos a las cuatro, que a esa hora hay cambio de guardia y es probable que los otros médicos accedan a un extra.
—Me duele señorita, me duele mucho— se excusa el poeta, con vehemencia.
Que no se puede hacer nada, que si quiere vaya al frente a buscar a una particular que lo atienda. Que espere y no moleste. Que se vaya.
—No se preocupe, don Enrique —le digo—, vamos al odontólogo de enfrente, yo le cubro los gastos.
—¿Tú los cubres?
* * *
—¿Quién es Enrique Verástegui, para ti?— le pregunto a Carmen Ollé.
—Enrique me dio una hija a la que adoro — responde—. Viví con él un tiempo muy intenso y lo considero un gran poeta.
´Me dice que lo conoció en el Centro de Lima, en una fiesta que dio una amiga hippie en su casa. Que ella ya lo había leído y que la cautivaron sus ojos dormidos. Y que se casaron.
Aún recuerda el día del parto. Fue terrible, confiesa. El alumbramiento se complicó y tuvieron que hacerle cesárea. La regresaron con dolores al cuarto de reposo y ahí estaba Enrique. Atento, a su lado. Le ponía la almohada, se la quitaba y cumplía todas sus exigencias de recién operada. Ya en casa, él le ayudaba a lavar los pañales de tela.
Recuerda que fue difícil París. Eran extranjeros y no tenían dinero. Se habían acabado los fondos de la beca y junto con los compatriotas que residían allí —pintores y poetas— compartían felicidades y tristezas. “Fue una estadía interesante, en una ciudad bella”. Felizmente, a la niña en la escuela maternal no le exigían documentos de residencia. Tenía derecho a estudiar.
—¿Qué pasó con Roberto Bolaño? ¿Hubo un malentendido?
—Lo conocimos en Barcelona. Él iba un tiempo a la casa, pero luego lo perdimos de vista. Yo le escribí después de que publicó Los detectives salvajes para pedirle cuentas por un poeta peruano a quien no dejaba bien parado en el libro. Él me dijo que no recordaba sus obras después de publicarlas, pero que consideraba que Enrique era un gran poeta, aunque había publicado demasiado y no compartía su admiración por Octavio Paz, por decirlo de algún modo.
—¿Cuál es la mayor virtud y el peor defecto de Verástegui?
—Su mayor virtud es el amor por su hija y por su arte. El peor defecto, quizá, vivir un poco ensimismado.
* * *
No lleva un sol en los bolsillos, pero hincha el pecho de orgullo cuando se le pregunta por el nieto.
—Stefano es un genio. Al año él ya sabía quién era Simone de Beavoir, ¡imagínese!—, me dice recostado sobre el sillón dental.
A su lado hay una ventana. Desde ella se aprecian los edificios del Hospital Carlos Alcántara Butterfield. Hay docenas de carros cuadrados en la acera y la alarma de uno de ellos no para de sonar.
En eso aparece la odontóloga, Sachenka. Un barbijo celeste le cubre la boca. Lleva guantes descartables y una jeringa inmensa en la mano.
—Que no me duela, pues —dice.
—No va a doler —le responde; luego, se sienta a su lado—. Solo vamos a inyectar un poco de anestesia.
Y las manos de ella van a la boca. Y él se agarra con fuerza a los brazos de la silla. Se tensa, sus pies se enroscan. Todavía no lo hinca, pero ya lo siente. El dolor por el dolor. Hasta que la anestesia surta efecto.
—¡No se mueva! Si sigue así, le va a doler más. Y él se mueve aún más y la alarma sigue sonando con fuerza. Forcejean. Solo es la primera dosis.
—Va a ser necesario otras dos más —comenta ella. Mientras, con la mano izquierda, comienza a palpar las encías— ¿Duele? ¿Duele?
—Ajá, ajá.
Saca la jeringa, retira la carga vacía de ella. Repone otra. A ver, a ver. La aguja entra. Y repiten la quejumbrosa escena.
La alarma todavía suena.
—Ya está —dice la doctora—. Ese diente está bailando.
Coge una pinza de metal de la mesa. Calcula y con un rápido movimiento atenaza el diente. En menos de un minuto sale la primera muela. La acción del ácido láctico queda en evidencia. La victoria de la bacteria: su derrota. Hay que extirpar la última muela.
Enrique Fidel grita más fuerte.
—Ya está —repite ella—. Coja el vaso y enjuáguese la boca.
Él le hace caso. Escupe sangre. Vuelve a tomar agua, hace gárgaras. Expectora.
—Usted es mala, doctora.
—¡Qué va! Ahora abra la boca, hay que limpiar la herida.
Y con una pequeña lima de metal empieza a rascar las encías inflamadas.
—Está muy bien, señor —le dice al cabo de unos segundos—. Solo queda una cosa.
Rebusca en un cilindro de metal. Saca del recipiente un par de algodones.
—Tiene que morder esto media hora—, le ordena ella.
Y él, que ya no tiene muelas, muerde.
* * *
—Don Enrique, ¿usa usted el Facebook? Post de ‘Alarico Vásquez’:
Me torturan por ser demasiado peruano, y quieren cambiar mi mente. Enrique Verástegui, hijo de Dios.
3 de julio del 2011 a las 12:53
Post de ‘Alarico Vásquez’:
Torrente de vida. Fui reconocido como héroe sexual-poético hace treinta años, en Europa, y ahora, en el año 2211, la misma Europa me reconoce como héroe poético-matemático. Enrique Verástegui, torrente de vida.
3 de julio del 2011 a las 15:19
Post de ‘Alarico Vásquez’:
Escribieron un artículo en el diario pidiendo que el gobierno peruano me devuelva mi casa perdida en el terremoto de Pisco, pero el señor presidente Alan García no ha contestado. Enrique Verástegui, intelectual total.
14 de julio del 2011 a las 18:37
—Sí, entro cuando puedo desde mi Pentium IV. Me ayuda a mantenerme en contacto con mis conocidos.
—¿Por qué se puso ‘Alarico Vásquez’?
—Es que olvidé mi contraseña y no se podía poner ‘Enrique Verástegui’, pues ese nombre ya existía.
‘Alarico’ fue lo primero que se me vino a la mente. ‘Vásquez’ llegó después.
* * *
—Ya, no te burles mucho, flaco—, objeta Enrique Fidel. Se encuentra de pie, acomodándose la chompa.
Sachenka nos pide que la esperemos, tiene que redactar la receta. Estamos en la sala de al lado, sentados sobre el sofá. Le pregunto sobre su estado. Me dice que está bien, asiente. Nunca le gustó ir al dentista. Le digo que tendrá que regresar por una dentadura postiza. Él responde: no lo sé todavía. Callamos.
—¿Y cómo va la entrevista?—, me pregunta.
Le digo que muy bien y que estoy pensando incluir algo sobre su dolor de muelas.
—No te olvides de poner esto —recalca—: mi vida ha sido como la de Buda, o como la de un monje taoísta. Yo viví hasta los 20 años recluido con mis padres, hasta que me escapé al norte.
Y le comento que su vena poética detalla con mayor detenimiento esta idea, que al parecer siempre tuvo metida en la cabeza: un poema llamado Maitreya. Que se refiere a la segunda venida de Buda, en unos treinta mil años.
—Sí, ese poema es muy especial— acota.
—¿Y cuánto tiempo habrá que esperar para que otro Verástegui surja en el país?
—No lo sé. Hay jóvenes con mucho potencial. Pero antes que nacer, hay que sobrevivir. Los escritores se mueren de hambre y se mueren para siempre.